Uno
de los inconvenientes de mi reciente cambio de trabajo son los kilómetros de
más que me toca recorrer cada mañana. Trabajar cerca de casa es una de esas
cosas que no valoras lo suficiente hasta que no lo tienes. Antes, en escasos 15
minutos conseguía llegar sin despeinarme al trabajo y aparcar en el parking de
la empresa sin tener que pisar la calle, así que podía ir con taconazo e
incluso sin abrigo porque prácticamente era como pasar de la habitación al
salón (sí, quizá sea algo exagerado…).
Este
cambio hizo que tuviera que enfrentarme a una de las cosas más terribles para
las personas que se han aburguesado con el tiempo: volver al transporte
público. Después de 8 años yendo en mi coche, calentita en invierno y fresquita
en verano, escuchando la radio a mis anchas y soltando algún taco a los
conductores desconsiderados, volver a
coger el tren-metro-autobús me suponía todo un reto. Y eso que toda mi
vida he ido tan feliz en la línea 6 bien estrujadita por personal de todo tipo,
pero una vez que te acostumbras a lo bueno…
En
fin, el primer día (en pleno invierno) me pertreché con mi plumas hasta los
pies, comprado para la ocasión, y con el ánimo a tope. Tras 15 minutos
esperando el tren, los ánimos cayeron víctimas de la congelación, menos mal que
en el tren se va calentito y que, salvo por la música estridente de mi
compañero de asiento, pude leer para pasar el rato.
Otro
cantar es el metro. Es imposible leer e incluso intentar estirar mínimamente
los brazos en hora punta. Debe ser por eso que a la gente le da por bostezar
sin taparse la boca, es decir, que te bostezan en la cara, aturdiéndote con ese
leve (digo leve por no decir apestoso) alientillo mañanero que se te mete hasta
el tuétano. Otro de esos momentos en los que me pregunto por qué no trabajo en casa.
Diez
minutos en coche hasta la estación, cinco paradas de tren, dos transbordos de
metro y un paseíto para llegar a la oficina. Tiempo empleado: 1hora 10 minutos
(todo ello si no hay una avería, corte de luz o huelga de algún tipo). Energía
empleada: toda. Ganas de empezar a trabajar: ninguna.
Si
llegaba ya cansada al trabajo, no os cuento como llegaba a mi casa por la
noche. Debe ser culpa de la edad porque a los 20 cogía 7 metros, me bostezaban
en la cara, me apretaban contra la barra del tren, me empujaban en la salida,
se estropeaban las escaleras mecánicas y se ponía a llover de repente y llegaba
a casa con una sonrisa y sin protestar. ¿Qué me pasa? ¿Me he carmenlomanizado?
¿Necesito comodidad absoluta para poder funcionar?
Ante
la perspectiva de que me echaran del trabajo por bajo rendimiento abordé el
problema como pude: me compré una moto. Puede que sea fruto de la crisis de los
30, quién sabe, si a los 50 a los hombres les da por comprarse un descapotable
quizá a los 30 a nosotras nos dé por motorizarnos. El caso es que no puedo
estar más contenta; es cierto que en los primeros trayectos iba con el culo
apretado y los brazos tiesos y puede que hiciera algún movimiento temerario que
jamás confesaré, pero después de un par de meses de práctica me siento la reina
de la carretera con mi scooter de 125. Tiempo empleado: 30 minutos. Energía
empleada: escasa. Ganas de empezar a trabajar: ninguna (sí, puede que esto no
fuera culpa del transporte….).
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