lunes, 16 de mayo de 2011

Primeras comuniones

Mayo es el mes de las flores y de las comuniones. Como margaritas y tulipanes, los sábados y domingos emergen por las esquinas niños vestidos de marineros y niñas que a los doce años miden 1,80 y parecen novias con mal gusto. Ayer por la tarde, me topé con una de estas comuniones y me di cuenta de lo mucho que han cambiado. El padre de la criatura se pasó media hora guardando los regalos en el coche: una Play Station, una bicicleta… nada que ver con la Nancy comunión y el rosario que recibíamos nosotros sí o sí.

El mejor regalo de mi comunión fue un reloj Casio de correa de plástico negra que no me dejaron ponerme hasta el día en cuestión. Tenía las manecillas plateadas y durante el tiempo que duró sin ralladuras (bastante poco…) me permitió ser la envidia de mi clase. Otro de los regalos estrellas llegó más tarde; con el dinero de la abuela nos compraron a mis hermanos y a mí una super consola portátil, pero no una Game Boy ni nada de eso, eran unas mini Nintendo con un solo juego que se abrían como pequeñas cajitas. La mía era el Donkey Kong y todavía funciona! Con tanto friki suelto seguro que en ebay puedo sacarle partido…

También estaban los regalos absurdos que solían venir de esa tía mayor a la que veías poco, como un joyero de plástico o el portalápices en el que ponía “mi primera comunión”. Dabas las gracias por no liarte a bofetones con el que te había regalado semejante chorrada. Menos mal que siempre había un tío soltero y con posibles que quería convertirse en el tío guay y te hacía un buen regalo. A mí me cayó el “Diseña la moda” un juego para diseñar tu propia ropa con unos moldes de plástico y una tiza negra... tecnología en estado puro.

A principios de los 90 las primeras comuniones no eran abundancia y derroche sin sentido como ahora; entonces se aprovechaba todo. Mi madre tiñó de azul marino mis zapatos blancos de la comunión (con lo bonitos que eran... una pena) y me obligaba a ponérmelos los domingos para amortizarlos. Y mis hermanos, los pobres, llevaron su chaquetilla blanca de comunión a decenas de eventos familiares. Estoy convencida de que todavía lo guarda todo por si le puede servir a algún nieto.

Otro tema son las fotos. Por algún extraño motivo las familias españolas tienen la costumbre de llenar la casa de fotos de todas las comuniones. Las fotos se hacían en el estudio del fotógrafo del barrio, sobre un fondo de nubes moradas y posando como modelos profesionales agarrando la biblia o con las manos juntas y caras de buenos. En mi caso, la enorme foto de mi comunión que mi madre luce en su casa sirve para recordarme que, aunque pensaba que iba monísima, ese día a mi madre se le ocurrió cortarme el flequillo para que se me viera bien la cara y, trasquilón tras trasquilón, el flequillo terminó siendo una fina línea en lo alto de mi frente. Bendita comunión.

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