jueves, 3 de marzo de 2011

Pelillos a la mar

Como estamos en crisis, hay que aprender a priorizar e invertir nuestro dinero en lo realmente necesario. Así, se me planteó una duda existencial: sesión de depilación láser o zapatos. Ganaron los zapatos. Después me surgió otra inquietud: depilación en la peluquería o camiseta(s) nueva(s). Volvió a vencer la segunda opción. Pero como soy una mujer de recursos, pensé que total, unos cuantos pelillos no se iban a interponer en mi camino al éxito y que yo misma podría acabar con ellos fácilmente. Así que compré un tarro de cera caliente por primera vez en mi vida (es que yo soy de la generación silk-épil) de la marca blanca de un supermercado (no diré de cuál para no arruinar la imagen de este producto…). Porque total, ¿qué diferencia puede haber entre dos tarros de cera? —pensé yo ingenuamente— y tan contenta que me fui dispuesta a quitarme un peso de encima (literalmente).

Cuando llegué a casa me dirigí sin pensarlo al microondas, esperé pacientemente y me atrincheré en el baño con el tarro humeante. Intenté removerlo con un minúsculo palo de madera que venía con el bote (¿costará mucho meter un palo más grande?) y cuando conseguí una textura aceptable inicié el proceso de deforestación. No había caído en la cuenta de que quizá mi baño no estaba preparado para aquello.

Con la primera aplicación, empezaron a caer unos chorretones de cera directos a los azulejos del suelo, pero no pude limpiarlos porque estaba soplándome a mi misma para no abrasarme (bien, quizá me he pasado con los minutos). Cuando me pareció que ya no era lava volcánica, volví a ello, esto tiene que ser ya coser y cantar.

Algo debía estar haciendo mal porque pese al dolor de cada tirón solo conseguía eliminar cuatro pelillos, el resto se mantenía en su sitio riéndose de mi torpeza. Dos horas después, tras múltiples tirones y con el suelo lleno de goterones, decidí que ya estaba cansada de tanto sufrimiento. Procedí a eliminar los restos de cera con un algodón impregnado en aceite corporal, tal como recomendaba el envase. Pero, oh, sorpresa, no se va… Froté hasta que le algodón desapareció y allí seguían mis piernas medio pegajosas y con los mismos pelos (el mismo bello, que queda más fino) que antes. Me rindo, cera caliente casera, has ganado la batalla. La próxima vez prescindiré de zapatos nuevos a cambio de una piel sedosa y un baño limpio. Llevo tres días intentando despegar los restos de cera del suelo y, de momento, hasta que cobre el mes que viene sólo puedo permitirme pantalones y medias tupidas (muy tupidas). Así que si a alguien se le ocurre acariciarme un tobillo tendré que decir que estoy explorando mi lado salvaje.

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